Bodegón

Bodegón

viernes, 3 de noviembre de 2006

La piedra

Llegó el abuelo.

La buena de Tonia había tenido un nieto, sin esperarlo. Su hija había tenido en secreto su embarazo sin que nadie en la casa notara nada; pero un buen día de enero la empezaron las contracciones, se fue al hospital y la dijeron que estaba de parto. Y ella, ¿qué iba a hacer?, pues lo lógico, lo que hizo: llamar a su madre al móvil y decirla que la habían ingresado en el hospital.

Tonia, alarmada, se fue enseguida allí, a ver que pasaba, y se encontró, además de con la hija, con un nieto nuevo.

Resulta que en poco tiempo, y tras una cesárea, La enfermedad de la hija había sido un retoño: “el Dani” que solo. comía y dormía…

Tonia llamó a la mamá y contó lo sucedido. Dijo que no le quedaba más remedio que atender a la hija y al nieto, pero que no se preocupara, que a sus niños no los iba a descuidar.

La llamada a Móstoles de aquella tarde fue para decir a los abuelos lo que pasaba y ver si el abuelo podía echar una mano.

El abuelo no lo dudó, y, aunque la abuela dijo que si el abuelo no se veía con fuerzas para ir y atender a los niños se iba ella para allá, dijo que no, que ella tenía su trabajo y que se iba a Gelida a cuidar a los nietos.

Dicho y hecho. El quince de enero a las doce de la mañana, tomó el “Alaris” para ir a Barcelona. Su hija, acompañada de sus nietos, se encargó de recogerle en la estación de Sants y trasladarle a Gelida.

Allí, el abuelo llevaba a los niños al colegio por las mañanas y los recogía por las tardes, dejándoles jugar un rato mientras merendaban, luego se iban a casa, les dejaba ver un rato los dibujos de la tele, hasta que Tonia les bañaba, cosa que se hacía pronto para que ella pudiera
marchar a atender a los suyos.

Los niños pedían al abuelo que les contase cuentos y el abuelo transformaba cualquier andanza de los niños en un cuento que les mantenía con la boca abierta durante un buen rato esperando el desenlace final porque ya se habían identificado con el correspondiente personaje.

El abuelo preguntó a su nieto un día qué iba a ser de mayor, y el nieto dijo que astronauta, por eso el cuento de aquel día fue sobre la vida del astronauta en la nave espacial.

-“Tiene que vivir en tan poco espacio que debe ser muy, pero que muy ordenado. No puede dejar las cosas tiradas en cualquier parte, porque le estorbarían y como no hay gravedad, se quedarían flotando dentro de la nave y podrían dañarle. Tampoco debe estar tocando botones a tontas y a locas sin saber la función que tienen, porque incluso podrían cambiar el rumbo de la astronave y hacer que se perdiera en el espacio, o incluso lanzar al astronauta fuera de la nave…”

Durante varios días estuvo el niño ordenando todas sus cosas antes de ir a cenar, porque estaba decidido a ser astronauta.

El Petit Palau

Al abuelo le habían dicho que tenía que ir elegante, porque el día 16 de enero tenían que ir a un concierto al Petit Palau, así que el abuelo había llevado hasta corbata.

Efectivamente la mañana del día 16 fue mañana de concierto.

Nos desplazamos hasta Barcelona todos en el BMV de papá, que nos dejó junto al Palau, porque él tenía trabajo.

Allí nos encontramos con los Michavila que también habían llevado a sus hijos al concierto.

Entramos, pues, al Palau, una maravilla de la arquitectura con amplísimas escaleras de mármol y barandales de columnillas doradas. Nos aposentamos en el patio de butacas en dos filas: en la de atrás los mayores y en la delantera los niños. Pronto apareció por los pasillos un fantasma con una maleta. Lo recorría todo mientras unos niños gritaban y se escondían donde podían y otros querían tocarlo. Al fin llegó al escenario y después de recorrerlo minuciosamente, dejó la maleta en un lateral, se dirigió a una puerta y de allí fue sacando un conjunto de músicos con sus instrumentos, que iba sentando en las sillas que estaban colocadas sobre una plataforma dentro del escenario.

Empezó el concierto con música muy agradable que aprovechaban cinco bailarines para moverse con gracia, mientras que el fantasma permanecía sentado sobre su maleta.

Así fue transcurriendo hasta que en un momento determinado los bailarines cogiendo de los extremos de una enorme funda, destaparon el órgano, al que se acercó el fantasma haciéndole sonar con fuerza. Pero no fue el fantasma el concertista de órgano, porque enseguida se acercó a las bambalinas y sacó al concertista vestido de frac. Mientras este tocaba, el fantasma volvió a las bambalinas y de allí sacó a una serie de saltimbanquis que hicieron toda clase de ejercicios mientras sonaba el órgano.

Todos los niños estaban entretenidísimos con lo que veían y oían, pero los saltimbanquis bajaron del escenario y salieron del patio de butacas. De repente la orquesta, órgano incluido, atacó con “El submarino amarillo” mientras una enorme tela azul, semejando una ola, avanzaba sobre las cabezas de los espectadores que la ayudaban a manotazos y con bastante bullicio.

La ola avanzaba y retrocedía al compás de la música, pero, cosa curiosa, justo quedó plegada al finalizar la canción.

Muchas más cosas podríamos contar del concierto, pero… cuando finalizó, y después de permanecer un buen rato a la entrada del Palau, para que los peques estiraran las piernas y se desfogaran debidamente mientras esperábamos a papá, mamá y los Michavila decidieron que fuéramos a comer todos juntos a un restaurante.

Mientras hubo apetito, los chavales estuvieron atentos a su comida, pero en cuanto se saciaron , Pau y su hermana empezaron a pelearse de forma que su papá les tuvo que colocar en los extremos de la mesa, aunque Pau se metió debajo a cuatro patas para seguir chinchando a su hermana.. Así estuvieron hasta que llegaron los postres y comenzaron a hacer los honores a unos ricos helados que ellos mismos habían elegido.

Terminada la comida nos despedimos de los Michavila, dimos un paseo y nos dispusimos a regresar a Gelida.


El abuelo se pone malo

Fueron transcurriendo los días. El abuelo empleaba su tiempo en llevar a sus nietos al colegio por la mañana volver a casa para hacer la gimnasia, ducharse y desayunar y salir a dar un paseo por los caminos del Serralet, por los que no encontraba nunca a nadie, solo unos perros le acompañaban en parte del camino.

Un día, Benito, el marido de Tonia, le dijo que eso era peligroso, ya que si se caía o le pasaba algo no iba a tener quien le socorriera, que al menos se llevara el móvil.

Esa mañana, el abuelo tuvo cuidado de no olvidar el móvil en casa, pero como hacía frío decidió pasear por el pueblo, donde siempre encontraba alguien con quien cambiar unas palabras, cosa que le venía muy bien porque pasaba la mayor parte del día solo.

Fue un jueves cuando el abuelo empezó a sentirse mal. Le molestaba el vientre y le dolía hacia el estómago. Lo achacó a que había estado tomando ibuprofeno para ver si se le quitaba el dolor del brazo que él achacaba al reuma. Aquella noche cenó poco, le sentó todo mal y se tuvo que estar levantando casi de continuo a vomitar. Primero echo la cena, luego bilis y más bilis, y así se pasó también todo el viernes.

El sábado por la mañana, su hija decidió ir a urgencias a Martorell. El abuelo que no conocía el hospital de Martorell, creyó que el edificio del ambulatorio era el hospital y cuando su hija le dejó para que se adelantara mientras ella aparcaba el coche, se fue allí.

Le atendió un médico con deje extranjero que le mandó poner una inyección de Primperan y que tomara unas pastillas de Buscapina y le dijo que eso era un virus. Como pasaron veinticuatro horas y no hubo mejoría ni en cuanto a los vómitos ni en cuanto a los dolores y pensando que la cosa era más seria, su hija decidió mirar en Internet para tratar de encontrar un médico de la sociedad y dieron con un consultorio en Martorell, al que acudieron el lunes por la tarde. El médico que les atendió dijo que habría que hacer una analítica y como la hija le dijo que era veterinaria y que pensaba que podía ser una obstrucción del colédoco decidió darnos una carta para que nos presentásemos en el servicio de urgencias del Hospital de la Sagrada Familia.

De esta consulta se fueron directamente al hospital, donde nada más llegar empezaron a hacerle radiografías, análisis y ecografías y vieron que había una obstrucción intestinal, por lo que le colocaron una sonda naso-gástrica y decidieron que tenía que quedar ingresado, si bien no tenían cama en el hospital, por lo que decidieron llamar al Hospital de Barcelona para reservar una cama y enviarle allí.

Le llevaron en ambulancia con todas las pruebas que le habían realizado y un informe médico que leyó el conductor de la ambulancia, por lo que se entretuvo en ver las pruebas en los semáforos, ya que era estudiante de medicina. Fue tan amable que hasta buscó aparcamiento para su hija.

Ingresado en el Hospital de Barcelona recogió las pruebas el cirujano de urgencias gástricas D. Enrique García-Cascón quien ordenó de inmediato que se hiciera un tac. En cuanto lo vio le dijo que no tenía más remedio que operar, ya que era un ileo biliar que había hecho una fístula y se había pasado al intestino y estaba obstruyendo el yeyuno. Desde allí mismo reservó el quirófano para las doce de la mañana siguiente:

-“A la hora del Ángelus del día de San Blas”, dijo al abuelo, ¿”Sabe usted que hora es esa?”.

–“Las doce de la mañana” “, dijo el abuelo buen conocedor de estas cuestiones religiosas.

-“Se lo dije, porque no todo el mundo lo sabe”, continuó el doctor, experto conversador para establecer la confianza en sus pacientes. “Mire, el año pasado asistí junto con otros dieciocho compañeros a un congreso en Sevilla y los organizadores del congreso decidieron invitarnos a asistir a una “misa rociera”, lo que aceptamos todos encantados, nos desplazamos hasta el Rocío y no parábamos de hablar en el camino, en catalán, claro. Cuando estábamos en la misa y llegó el momento de la Consagración empezó a sonar una música. ¿A que no sabe cual era?

–“El himno nacional es lo que se toca en este momento”, contestó el abuelo.

-“Pues ya ve, nosotros no lo sabíamos y nos mirábamos los unos a los otros como diciéndonos: “ya vienen a por nosotros por ser catalanes, pero ¿sabe por qué lo tocaban?”

-“El himno nacional se hace sonar para rendir honores a la máxima autoridad de un país cuando esta se hace presente. Aquí se hacía presente Dios y no hay que negarle su máxima autoridad”

-“Pues nosotros lo aprendimos entonces. Bueno, pues, quedamos en que mañana a las doce le quitaremos la piedra. No habrá dificultades”

Se despidió y el abuelo, confiando en el doctor, quedó “en capilla”, en la habitación que en la planta décima del Hospital de Barcelona le había correspondido.

Era ésta una habitación muy amplia con un inmenso ventanal desde el que se veía un amplio horizonte de tejados que llegaban hasta el aeropuerto del Prat. Tenía una modernísima cama articulada para el enfermo, llena de botones, y un amplísimo y cómodo sofá-cama para su acompañante. Un par de sillones y una amplia mesa de escritorio amueblaban la estancia que se completaba con un amplísimo cuarto de baño de doble lavabo todo él en mármol.

La mañana siguiente trajo a la abuela en el “Alaris” que venía con la preocupación de la operación, para acompañar y atender al abuelo con todo su cariño.

Minutos antes de las doce del día de san Blas se presentó el peluquero en la habitación que habían asignado al abuelo para rasurarle el vientre.

A continuación apareció el enfermero para bajarle al quirófano.

Era tal su debilidad que el abuelo pensó que se estaba despidiendo del mundo de los vivos, pero puso su confianza en Dios y en el cirujano que le había correspondido y que parecía tener muy clara la intervención que debía practicar

Se despidió el abuelo de su mujer y de su hija con serenidad mientras en su mente tenía presentes a todos los suyos…

Y entró en el quirófano…

EL APÓSITO


¡Calor!

Eran las cuatro y veinte de la tarde. Un fuerte calor nos hacia sudar en todas partes. El “Tour” en la tele hacía pasar los paisajes de la Galia con prisas de pedales y colores de serpiente cambiante.

Pablito se aburría viendo escribir al abuelo y cotilleando lo que podía.

No era su día, porque el día anterior le habían prohibido bañarse en las piscinas por la mañana para que se le curase la herida de la pierna derecha. Incluso le habían obligado a dejar la toalla en el “Linar” para impedirle el baño, pero como si nada. Cogió la bici y se fue a las piscinas.

Allí estaban en el agua, jugando felices todos los demás: Lucía, Claudia, Roxi, Kira y Henar. Los mayores también estaban allí, pero desconocían la prohibición, por eso no había impedimento ya que el abuelo se había quedado en casa con Millán, a quien había castigado su madre por cargante, y le había dejado sin ir al río.

Después de jugar un rato a la sombr
a en el “Linar” el abuelo salió con Millán a dar un paseo por el pueblo y ver al tío Santi.

Hacía tanto calor que decidimos volver a casa.

Al poco rato vino mamá a por Millán y se lo llevó a Ceguilla. Había cumplido su castigo. Después llegó Pablito sin el apósito que le había colocado el abuelo para proteger la herida y tuvo que reconocer su desobediencia, por lo que el abuelo dijo que le iba a curar de nuevo y el apósito tenía que durar hasta la tarde del día siguiente, así que esa tarde no se podía bañar.

Pensaba Pablito: “Que culpa tengo yo de haberme bañado, si los demás estaban jugando en el agua. Ya estuve un buen rato en la orilla, pero no es lo mismo, dentro, con el balón se pasa mucho mejor. Y, además, a la herida no la pasa nada. Esto es una injusticia”


No obstante prometió no bañarse por la tarde y conservar el apósito hasta el día siguiente, como le había dicho el abuelo.


Comimos.


Mientras el abuelo veía las noticias, Pablito hizo el resumen de la lectura y trató de portarse bien para que el abuelo lo dejara salir pronto. Había puesto la mesa sin rechistar porque era una de las obligaciones que tenía.


Ya a las cinco, pidió permiso para salir, pero el abuelo le dijo que todavía era muy pronto y no era cosa de estar pasando calor ni de ir a molestar a nadie, que se esperase a las cinco y media y merendase. Luego ya podría salir, pero sin bañarse ni mojarse como había prometido.


A las cinco y media en punto, se comió la ciruela y se tragó un vaso de leche con cacao, cargado de galletas al no va más. Manchó el hule de la mesa y lo limpió de mala manera para darse prisa en salir, porque en el río estarían todos ya y no podía permitirse el lujo de perder un instante de juerga.


Cuando le dio permiso el abuelo para salir, le hizo prometer de nuevo que no se bañaría ni se mojaría el apósito, y es que el abuelo resultaba un poco “plasta” muchas veces. Claro que el abuelo sabía de sobra lo que iba a pasar, por eso se lo recordaba.


Cogió la bici y salió a todo gas. Le faltó poco para llevarse por medio a “La Rabiá” que le dio un bufido y se quedó gruñendo y blandiendo el bastón mientras él se perdía en la bajada hacia el río.


Cuando llegó, todos los niños estaban jugando en la piscina pequeña con dos balones inflables de esos gordotes. Estuvo un rato cogiendo los que se salían fuera y echándolos a la piscina, pero pronto se cansó de esa faena porque era muy aburrida. Pensó que era mucho más divertido jugar dentro de la piscina y se olvidó por completo de lo que había prometido al abuelo.


Sin darse cuenta se metió en el agua. Ni siquiera notó el frío, ni la mojadura del apósito, ni nada. Solo se sintió feliz. El juego era lo suyo, chapoteó, se tiró a coger la pelota, se remojó de arriba abajo, y cuando se acordó de lo que había prometido al abuelo decidió no quitarse el apósito para mentirle y decirle que no se había bañado.


Después de hartarse a jugar y de bañarse mil veces, decidieron irse al parque y jugar allí, así, si venía el abuelo no le vería en el agua.


A la caída de la tarde, salio el abuelo a darse un paseo y pasó por el parque. Allí estaban todos, el uno en el tobogán, los otros en el castillo, las pequeñas en el balancín. Pablito disimulaba subido en lo más alto del castillo.


El abuelo le llamó y él remoloneaba, porque sabía lo que iba a pasar. Tuvo que insistir el abuelo una vez más.


Por fin se acercó guardando una discreta distancia, pero el abuelo le mandó acercarse más y le pidió que le enseñase el apósito.


Y se descubrió el pastel.


Ya sabía el abuelo que Pablito era incapaz de cumplir su palabra.

También sabía que se le daba muy bien mentir, por eso cuando le preguntó porque estaba húmedo el apósito y
Pablito contestó que le habían salpicado los demás el abuelo le dijo: “Descuida que mañana no te van a salpicar” y le castigó a no salir en toda la mañana.

FIN